PARANOIA


Madrugada y como un tonto, con esta carta en la mano, estoy buscando un buzón. Los han quitado de todas las esquinas. Probablemente sea ese intendente, Maragall o como se llame, que hoy se dedicó a fastidiarme escondiendo los buzones. He caminado más de diez calles. Ahí veo uno, justo frente al drugstore. Alrededor del buzón hay un grupo de jóvenes, algunos montados en sus motos y otros desmontados, todos con chaquetas de cuero negro. Me observan mientras avanzo hacia ellos. Parezco Kaspar Hauser con esta carta en la mano y con mi cuerpo inclinado un poco hacia adelante como si me fuera a caer de narices. Se están riendo de mí. Voy con la carta extendida hacia el buzón. Veo dos ranuras. Sé que la ranura para las cartas al extranjero es la de la derecha, lo sé, la he utilizado muchas veces, pero ahora lo dudo. Me resulta imprescindible leer esas letras borrosas que hay sobre las ranuras. Me acerco más. Se burlan de mí. Los de las motos. Disfrutan con mi confusión. Leo "extranjero" en la de la derecha. Lo sabía. Me he puesto colorado. La cara me arde. Se me contrajeron los músculos de la nuca y del cuello. Sin embargo no he cometido ninguna torpeza extraordinaria. Coloco la carta en la ranura. Meto la mano lo más profundamente que puedo. Necesito comprobar que cae y no queda pegada al borde donde cualquiera podría robarla. El gesto de arrojar una carta al buzón me parece un acto inconcluso, algo que no se termina de hacer. Al soltar el sobre me quedo desamparado, como si en lugar de haber concretado algo hubiese perdido una oportunidad. Retiro la mano del buzón, no sin esfuerzo. Hago dos o tres inspiraciones. En alguna parte leí que bastan unas inspiraciones para que se pase el rubor: Nunca resultó, pero no puedo evitar hacerlo cada vez que me pongo colorado. No sé si hundir en el bolsillo la mano que llevaba la carta o dejarla vacía, colgando inútilmente. Me sobra una mano. No sé qué hacer con ella. Cuelga de un modo ridículo. Me rasco la cabeza. La carta me había hecho olvidar de esa mano. Ahora de más. Es una mano tan evidente que resulta imposible disimularla. Los de las motos son poderosos testigos. Debo regresar a mi casa inmediatamente. Debería dar media vuelta y tomar por el mismo camino. No puedo. No sé por qué me parece absurdo que ellos confirmen que caminé hasta este lugar sólo para alcanzar el buzón y volver luego a mi casa sin que haya ocurrido algo más importante en mi vida que echar una carta en el buzón. No vuelvo. No puedo hacerlo. Seguiré avanzando hasta la otra esquina. Cuando esté en el campo visual de otra gente, que no sabe que fui al buzón del drugstore, tomaré una transversal y podré regresar a mi casa. Ya estoy cerca de la esquina. Los de las motos conspiran. Han cambiado sus risas por gestos silenciosos. Están en mis espaldas sus miradas. Sé que en un instante más, en cuanto doble la esquina, van a lanzarse sobre ese buzón. Van a encender un papel y lo echarán dentro para que se quemen todas las cartas. No hay manera de impedirlo. Si están aburridos incendiarán el buzón. No puedo suplicarles que no lo hagan. ¿Qué otra diversión puedo ofrecerles a cambio? Cuando se aburran de vacilar en la puerta del drugstore quemarán el buzón. Y mi carta nunca llegará a destino.

José Sbarra

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