La niña verde


Debemos explicar que el pueblo de este país tenía de la inmortalidad una noción diametralmente opuesta a la que prevalece en la tierra. Quizá porque en lugar de un cielo abierto e impalpable veían sobre sus cabezas la roca sólida, o bien porque creyeran que su universo era de extensión limitada y numerables sus habitantes o por cualquier otra causa, lo cierto es que los elementos orgánicos y vitales del cuerpo les parecían repulsivos y deplorables. Todo lo que fuera blando y gaseoso los llenaba de una especie de horror, y para ellos la respiración humana era sobre todo el síntoma de una maldición original que sólo después de la muerte podía extirparse. La muerte misma no era causa de espanto para ellos, pero nada los aterrorizaba tanto como la corrupción y la ruina: ambas significaban un retorno a lo blando, a lo gaseoso, al elemento que era de su debilidad y su desgracia. Su único deseo era volverse sólidos, tan sólidos y perdurables como las rocas que los rodeaban. Practicaban los ritos de la petrificación. Cuando el odiado hálito por fin abandonaba el cuerpo humano, llevaban ese cuerpo a cavernas especiales y allí lo hundían en canales llenos con el agua mineral que fluía por techos y paredes. Allí permanecían hasta que el cuerpo se volvía blanco y duro, hasta que los ojos se cristalizaban bajo los párpados vítreos, hasta que el pelo parecía hecho con la frágil materia de los caracoles y la barba se convertía en unos pocos carámbanos mellados. Pero este proceso era sólo un largo purgatorio, ya que una vez petrificado el cuerpo lo retiraban del agua para llevarlo como una estatua yacente a las salas de los muertos, cavernas en que los cuerpos alabastrinos se apilaban en apretadas filas aguardando su beatitud final: la cristalización. Cuando el cuerpo, que más que humano parecía un pilar de sal, adquiría la precisión matemática y la estructura perfecta del cristal, entonces consideraban que había llegado a la verdadera inmortalidad.

Herbert Read

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