Siddaharta


Sin saber si existía el tiempo, si había pasado un segundo o cien años, desconociendo si eran realidad un Gotama, un Siddharta, si vivía el yo y el tú, alcanzado su interior por una flecha divina cuya herida es dulce, encantado y roto su corazón..., Govinda permaneció todavía un tiempo inclinado sobre el rostro bronceado de Siddharta, el que besara hacía un momento, el que fuera escenario de todas las transformaciones, de todos los orígenes, de todo lo existente.
El rostro de Siddharta no había cambiado tras cerrarse en su superficie la profundidad y la multiplicidad; sonreía serena, suavemente, quizá muy bondadoso, acaso irónico, exactamente como había sonreído el majestuoso.
Govinda se inclinó profundamente: las lágrimas rodaron por sus mejillas arrugadas, sin que él siquiera lo notara; sintió como fuego su más profundo amor, su más modesta veneración en el alma. Se inclinó ante Siddharta casi hasta el suelo; Siddharta permanecía sentado, sin moverse, y su sonrisa recordaba que jamás había amado, que nunca en la vida había tenido algo que considerase valioso y sagrado.

Hermann Hesse

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